lunes, 16 de abril de 2007

“Desde La Casa De Mi Abuelita”

Debí haber sido mayor de tres años, ya que mi hermana Verónica no estaba con nosotros, y menor de cinco años, pues todavía no iba al colegio.

Estaba con mi hermano Andrés (cuatro años mayor), y mi primo Germán (tres años menor), era otra de esas vacaciones que pasaba mi familia en la casa de mi abuelita en Agua Buena, San Fernando. Era un día como cualquier otro, el sol brillaba alegremente, nos levantábamos temprano a lavarnos la cara con la fría y despertadora agua de la acequia que corría atrás de la vieja casa de adobe; entrábamos en la cocina, la negra tetera hervía en las llamas, mientras la tortilla salía calentita desde las brasas; nos sentábamos en la mesa de coligue hecha por mi hermano Kote (17 años mayor) hace algunos años atrás, mi abuelita sacaba la margarina, el manjar y la mermelada desde la despensa que me gustaba llamar “refri de palo”.Después del desayunar, salíamos al patio a jugar, a veces perseguíamos a las gallinas junto a los perros de mi abuelita: Campero y Rondín, éste último siempre se le vio dentro del horno de barro que estaba en el patio delantero (la última vez que lo vi , tenía solo cuatro dientes: dos colmillos arriba y dos abajo), a veces salíamos a explorar a los lugares cercanos (era todo un mundo por descubrir). Al terminar el juego, se venía la hora de almorzar, nunca olvidaré esa cazuela de pollo, ni a la abeja que, en medio del almuerzo, se poso sobre la cuchara de mi abuelita, llevándose un arroz entre sus patas. Terminando el almuerzo, y luego de reposar jugando “tetris” (amo ese juego), nos íbamos al río que había al bajar por un camino que quedaba en frente de la casa (el mismo río que se llevo a mi hermana Verónica, y casi a mi hermano Andrés en el año 1993); ya en el lugar, todo se transformaba en risas y juegos, reíamos eufóricamente, con esa felicidad que te entrega solo la niñez, una felicidad plena y absoluta; pasábamos largas horas salpicándonos y simulando nadar hasta que nuestras madres nos sacaban del agua, nos secaban, y subíamos a tomar once, el pan tostado con margarina, y el té con ese gusto que solo le entrega el agua pura de los ríos del sur era una exquisitez.

Pronto oscurecía, nos íbamos a lavar los dientes al patio de atrás, el miedo a la oscuridad, y las miles de cosas que se pueden ocultar ahí, nos hacía mirar el cielo, ese hermoso cielo de los sectores rurales del cual me enamore, miles de puntitos blancos brillando, cada uno con un significado distinto, la luna brillando a toda su magnificencia, algo muy distinto al cielo de la ciudad. Nos acostábamos, y terminaba el día en cama, brindando con mamadera junto a mi primo Germán por el gran día que había pasado.

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